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Moby Dick o la ballena blanca – Herman Melville

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Moby Dick o la ballena blanca – Herman Melville 

Estado: usado.

Editorial: DeBolsillo.

Traducción: Enrique Pezzoni.

Prólogo: Jaime Rest.

Precio: $180.

La lucha del capitán Ahab, su terrible obsesión y la mítica persecución de la enorme ballena.
Moby Dick, la novela que William Faulkner hubiera querido escribir, ha alcanzado el reconocimiento y el elogio constante que merece una construcción narrativa impecable. La lucha del capitán Ahab, su terrible obsesión y la mítica persecución de la ballena han traspasado fronteras, consiguiendo así la indiscutible categoría de obra maestra. Esta edición, cuya cuidada traducción de Enrique Pezzoni merece ser destacada, se completa con las magníficas y expresivas ilustraciones de Rockwell Kent, un singular artista plástico que logró a lo largo de su obra ver más allá de las formas convencionales. Editorial Debate ha realizado el sueño de publicar un libro único, maravillosa conjunción de calidad literaria y belleza plástica. Moby Dick es el paradigma novelístico de lo sublime: un logro fuera de lo común”. HAROLD BLOOM
Prólogo al ‘Bartleby’ de Herman Melville
Jorge Luis Borges
En el invierno de 1851 Melville publicó “Moby Dick”, la novela infinita que ha determinado su gloria. Página por página, el relato se agranda hasta usurpar el tamaño del cosmos: al principio el lector puede suponer que su tema es la vida miserable de los arponeros de ballenas; luego, que el tema es la locura del capitán Ahab, ávido de acosar y destruir la Ballena Blanca; luego, que la Ballena y Ahab y la persecución que fatiga los océanos del planeta son símbolos y espejos del Universo. Para insinuar que el libro es simbólico, Melville declara que no lo es, enfáticamente: Que nadie considere a Moby Dick una historia monstruosa o, lo que sería peor, una atroz alegoría intolerable. La connotación habitual de la palabra alegoría parece haber ofuscado a los críticos; todos prefieren limitarse a una interpretación moral de la obra. Así, E.M. Forster (Aspects of the novel, VII): Angostado y concretado en palabras, el tema espiritual de “Moby Dick” es, más o menos, éste: una batalla contra el Mal, prolongada excesivamente o de un modo erróneo”.
De acuerdo, pero el símbolo de la Ballena es menos apto para sugerir que el cosmos es malvado que para sugerir su vastedad, su inhumanidad, su bestial o enigmática estupidez. Chesterton, en alguno de sus relatos, compara el universo de los ateos con un laberinto sin centro. Tal es el universo de “Moby Dick”: un cosmos (un caos) no sólo perceptiblemente maligno, como el que intuyeron los gnósticos, sino también irracional, como el de los hexámetros de Lucrecio.
“Moby Dick” está redactado en un dialecto romántico del inglés, un dialecto vehemente que alterna o conjuga procedimientos de Shakespeare y de Thomas de Quincey, de Browne y de Carlyle; “Bartleby”, en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka. Hay, sin embargo, entre ambas ficciones una afinidad secreta y central. En la primera, la monomanía de Ahab perturba y finalmente aniquila a todos los hombres del barco; en la segunda, el cándido nihilismo de Bartleby contamina a sus compañeros y aún al estólido señor que refiere su historia y que le abona sus imaginarias tareas. Es como si Melville hubiera escrito: “Basta que sea irracional un sólo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo”. La historia universal abunda, en con­firmaciones de ese tenor.
Bartleby”pertenece al volumen titulado The Piazza Tales (1856, Nueva York y Londres). De otra narración de ese libro observa John Freeman que no pudo ser comprendida con plenitud hasta que Joseph Conrad publicó cierta pieza congénere, casi medio siglo después; yo observaría que la obra de Kafka proyecta sobre Bartleby una curiosa luz ulterior.Bartleby define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o como malamente se dice, psicológicas. Por lo demás, las páginas iniciales de Bartleby no presienten a Kafka; más bien aluden o repiten a Dickens… En 1849, Melville había publicado Mardi, novela inextricable y aún ilegible, pero cuyo argumento esencial anticipa las obsesiones y el mecanismo de El Castillo, de El Proceso y de América. Se trata de una infinita persecución, por un mar infinito.
He declarado las afinidades de Melville con otros escritores. No lo subordino a estos últimos; obro bajo una de las leyes de toda descripción o definición: referir lo desconocido a lo conocido. La grandeza de Melville es sustantiva, pero su gloria es nueva. Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica lo considera un mero cronista de la vida marítima; Lang y George Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus historias de la literatura inglesa. Después, lo vindicaron Lawrence de Arabia y D.H. Lawrence, Waldo Frank y Lewis Mumford. Raymond Weaver, en 1921, publicó la primera monografía americana: “Herman Melville, Mariner and Mystic”; John Freeman, en 1926, la biografía crítica “Herman Melville”.
La vasta población, las altas ciudades, la errónea y clamorosa publicidad, han conspirado para que el gran hombre secreto sea una de las tradiciones de Norteamérica. Edgar Allan Poe fue uno de ellos; Melville, también.
Prólogo a: Hermann Melville: Benito Cereno / Billy Budd Bartleby, el escribiente
Jorge Luis Borges

Hay escritores cuya obra no se parece a lo que sabemos de su destino; tal no es el caso de Hermann Melville, que padeció rigores y soledades que serían la arcilla de los símbolos de sus alegorías. Nació en New York en 1819. Vástago de una gran familia venida a menos, de severa tradición calvinista, perdió a su padre a los trece años. A los diecinueve emprendió la primera de sus largas navegaciones; fue como marinero a Liverpool. En 1841 se alistó en una ballenera que zarpó de Nantucket. El capitán era muy duro con su gente; Melville desertó en una de las islas del Pacífico. Los isleños, que eran caníbales, lo acogieron Cien días y cien noches pasaron y lo rescató una nave australiana. A bordo de esa nave, Melville capitaneó un motín. Hacia 1845 volvería a New York.
Typee, su primer libro, data de 1846. En 1851 publicó la novela Moby Dick, que pasó casi inadvertida. La crítica la descubriría hacia 1920. Ahora es famosa; la ballena blanca y Ahab tienen su lugar en esa heterogénea mitología que es la memoria de los hombres. Abunda en frases misteriosamente felices: “El predicador, de rodillas, rezó con tanta devoción que parecía un hombre arrodillado y rezando en el fondo del mar” La noción de que el blanco puede ser un color terrible ya estaba en Poe. También las sombras de Carlyle y de Shakespeare andan por ese volumen. Melville tenía, como Coleridge, el hábito de la desesperación. Moby Dick es, de hecho, una pesadilla. El amor a la Biblia lo induciría a emprender el último de sus viajes. En 1855 anduvo por tierras de Egipto y de Palestina. Nathaniel Hawthorne fue su amigo. Murió, casi olvidado, en New York, en 1891.

Bartleby, que data de 1856, prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción. El autor no lo explica, pero nuestra imaginación lo acepta inmediatamente y no sin mucha lástima En realidad son dos los protagonistas: el obstinado Blartleby y el narrador que se resigna a su obstinación y acaba por encariñarse con él.

Billy Budd puede resumirse como la historia de un conflicto entre la justicia y la ley, pero ese resumen es harto menos importante que el carácter del héroe, que ha dado muerte a un hombre y que no comprende hasta el fin por qué lo juzgan y condenan.

Benito Cereno sigue suscitando polémicas. Hay quien lo juzga la obra maestra de Melville y una de las obras maestras de la literatura. Hay quien lo considera un error o una serie de errores. Hay quien ha sugerido que Herman Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.

Herman Melville: La metafísica hecha acto; un antídoto contra el pragmatismo
 Alfredo Siedl
  Melville cruza las tardes de New England,
  pero lo habita el mar. Es el oprobio
  del mutilado capitán del Pequod,
  el mar indescifrable y sus borrascas
  y la abominación de la blancura.
  Es Proteo, es su sombra, es el gran libro. 
  Jorge Luis Borges, La Nación, 4/7/76
  Los norteamericanos “se vuelven sin cesar hacia su propia razón como el origen más visible y próximo de la verdad (…) Cada uno se encierra dentro de sí mismo y desde allí pretende juzgar al mundo” (…) “Viendo que pueden resolver dificultades de la vida práctica, deducen fácilmente que nada hay en el mundo inexplicable y que nada se extiende más allá de los límites de la inteligencia. Así que ellos niegan lo que no pueden comprender, dando poco crédito a lo extraordinario y concibiendo una repugnancia casi invencible por lo sobrenatural. 
  Tocqueville, La democracia en América.
  He recorrido los mundos, he cabalgado los soles y he volado con las vías lácteas por los desiertos del cielo; pero no existe Dios alguno. He bajado incluso allí donde el ser proyecta sus sombras y he mirado en el abismo y he llamado. “¿Padre, dónde estás?”; pero no he oído más que la eterna tormenta que nadie gobierna (…) Y, cuando mi mirada se alzó hacia el mundo infinito en busca del ojo divino, el mundo me miró fijamente con su órbita vacía y rota; y la eternidad yacía en el caos y lo roía y se masticaba a sí misma. Gritad una vez más, notas discordantes ¡porque Él no está!; ¡Qué sólo está cada uno en la inmensa tumba del universo!. A mi lado no estoy más que yo. Ay, si cada yo es padre y creador de sí mismo, ¿por qué no puede ser también su propio ángel exterminador?. 
  Jean Paul, Introducción a la estética: “Desde lo alto del edificio del mundo, Cristo muerto, proclama que Dios no existe”.
  El ángel exterminador
  Recuerdo mi primera lectura de Tomás Abraham, Pensadores bajos,. En su prólogo, comenta el aprecio de Deleuze por la literatura norteamericana de su época, una escritura de la experiencia nómade. Estas primeras palabras de un autor, o de una relación, quedaron como una huella, que proseguí al leer en Mil mesetas: “La novela francesa es profundamente pesimista, idealista, crítica de la vida más bien que creadora”. La novela angloamericana es totalmente distinta: “Partir, partir, evadirse,….. atravesar el horizonte[1]. De Melville a Miller resuena la misma pregunta: atravesar, salir, traspasar, trazar la línea y no señalar el punto”. Seguir, seguir hasta traicionar la memoria, la subjetividad, la sobreabundancia de significaciones.
  Esta curiosa “ingenuidad ilustrada” no es sólo francesa.  Césare Pavese, otro bajo, encuentra en los norteamericanos, recién llegados a la cultura, la sanidad y la pureza que resulta de un cuerpo templado en la naturaleza. Pavese señala que la tradición de Estados Unidos desde Thoreau crea poderosos individuos que viven de modo primitivo y luego entregan a la cultura imágenes puras y viriles, de griego equilibrio. “Uno lee las evasiones europeas de la literatura y se siente más literato que nunca, se siente pequeño, afeminado, cerebral; lee Melville, (…) Moby Dick, el poema de la vida bárbara, y uno siente que respira mejor, más vivo y más hombre”. Recuerda que Melville llegó a la vida enfermo, alienado por su relación materna y por la paradoja de portar un apellido patricio y una vida de miseria. Pero, de pronto, el mar: las islas Marquesas, Tahití, Japón, El Cabo de Hornos, y el primer encuentro con la mujer y con la ballena. En 1844 baja en Boston un marino egeo, un hombre curtido; “un hombre bien desarrollado es siempre sano y robusto”, sentenciaría luego Melville, quien sin embargo viviría en adelante cada vez más en tierra, sus últimos años en la Aduana, olvidado de sus conciudadanos. Si la verdadera vida es nómade, la literatura significará en Melville, en una peripecia inversa a de Rimbaud, su cancelación.
  David H. Lawrence critica de Melville el haber atravesado un mundo para retornar a un ideal: “tenía añoranza de su casa y de su madre. (…) Regresó a puerto para afrontar su larga existencia. Rechazó la vida. Se aferró a su ideal de unión perfecta, de amor absoluto. En el fondo, Melville era un místico y un idealista.”[2]
  Lawrence tendría razón si nos propusiéramos ubicar a Melville dentro de  un “idealismo trascendental” literario, como continuador de aquel “Club trascendental” que agrupaba hacia 1838 a Emerson, Thoreau y Wihtman.
  Para los trascendentalistas, el alma es centro y testimonio del universo, lugar de la unidad suprema, de la luz interior. Pero esta unidad virtuosa es el producto de una conciliación de tendencias yoicas (a la expansión o dispersión y a la individuación o limitación) y de ellas con la naturaleza. Para Emerson, naturaleza es todo aquello no yoico: el cuerpo, la naturaleza, los otros. Y en esto parece seguir a Fichte. Pero espíritu y naturaleza[3] se unen en la intuición de lo absoluto, cuyo modo privilegiado se da en la creación artística.
  Emerson concibe una intuición poética, el simbolismo, como aquella percepción que relaciona materia y pensamiento. La poesía se afirma como método de conocimiento filosófico de aquella experiencia orgánica, unitaria, de la materia, y también del pensamiento simbólico, que no es un ser puro, sino que está determinado por la identidad que mantiene con el universo. Y en esto parece seguir a Schelling, aunque no coincide con la posterior separación que hace el filósofo del mundo físico y de lo absoluto a partir del concepto de la Caída. Éste será un tópico de Hawthorne. Emerson prefiere una tercera posibilidad para legitimar la trascendencia de su percepción simbolista. El instrumento poético es la imaginación, una visión de los símbolos en las cosas. Así, cada palabra poética es una exposición realista de la naturaleza[4]. La autoconfianza del poeta hace el resto, sin necesidad de cualquier mediación ni jerarquía para el conocimiento de lo real. El lugar de su majestad es el yo visual auténtico, el instante de unidad entre quien ve y su espectáculo, el de la transformación en “un globo ocular transparente; ser nada y verlo todo al mismo tiempo”[5].  Ser nada es encontrar la objetividad en la percepción, que no es sensual sino simbólica. El lenguaje está en la naturaleza, en su trama de relaciones significativas.
  Thoreau también sostiene que su máximo interés es el tema de la visión, “un lugar intermedio entre yo y los objetos”. Aunque en sus Diarios intentó narrar la intuición de la naturaleza despojándose del narrador, no le quedó más recurso que separar el yo del narrador del yo de la experiencia. “Por muy intensa que sea mi experiencia, soy conciente de la presencia y la crítica de una parte de mí que actúa como si no fuera una parte de mí sino espectadora, que no comparte la experiencia pero la registra, y que no puede definirse como “yo” más que como “usted”[6].
  Un lenguaje de interjecciones, de acciones, un lenguaje orgánico semejante al aullido animal, sería el más adecuado para interpretar esta unción natural. Debiera prescindir de la necesidad de contar con la literatura, con aquel “casi no yo” que la registra,  así como hubo prescindido de la objetividad del lenguaje científico. Pero Thoreau asume, finalmente: “Mi vida ha sido el poema que yo habría escrito, pero no pude vivirlo y expresarlo al mismo tiempo” (…) “Otrora fui parte integrante de la naturaleza; ahora soy un observador”.
  Quien llevará adelante las consecuencias de este dualismo idealista, será Melville con su propia y efímera década como novelista, epopeya de un escritor que encuentra una popularidad literaria imediata, y la destruye metódicamente en la mitad de ese tiempo. Y quien complete la mirada de Emerson y el propósito de Thoreau será un personaje, el escribiente de su más célebre cuento. Bartleby conjuga su lenguaje con su cuerpo natural y con los objetos que lo rodean. Prefiere no significar; prefiere no hacerlo, ser insignificante, y en ese puro acto de habla arrastra en torbellino todas las significaciones que armonizan al mundo. La pretensión de Emerson de encontrar un fundamento no ha desaparecido, pero se ha metamorfoseado en un vacío absoluto que anonada a sus interlocutores. Melville desfonda a Emerson y al idealismo literario desde sus propios fundamentos;  Melville retoma la naturaleza con la cual se relaciona el hombre de Thoreau, y suscita un monstruo; Melville toma al héroe de Carlyle  respetándolo en sus términos, y lo hace una fuerza ciega que lleva a su tripulación a la muerte; Melville dialoga con su público en sus libros, lo desafía, lo confunde, lo lleva al desengaño. Melville, simplemente, deja de ser leído. Y ése fue un castigo atroz.
  A los 27 años Melville presenta su primera novela, Typee (1846). Diez años después publica la última, El hombre confidente. Entre ambas se suceden Omoo (1847), Mardí (1849), Redburn (1850), Chaqueta Blanca, Moby Dick (1851), Pierre (1852),  Bartleby (1853), e Israel Potter (1855).
  El estilo y la forma en que trabaja Melville será el de un arbusto que no vacila en mezclar distintos lenguajes y técnicas; la narración con la descripción y el ensayo. No surge de su lectura una decisión, la supremacía de una moral, sino la incorformidad, la ambigüedad. Suele comenzar su literatura con el uso de memorias, incluída la propia, documentos históricos, o con noticias extraídas de periódicos. En uno de ellos, el New York Tribune, un abogado cuenta en febrero de 1853:
  “En el verano de 1843, cuando tenía una cantidad extraordinaria de escrituras que copiar, empleé en forma temporaria a un copista extra que me interesó como consecuencia de su comportamiento modesto. Tenía un aspecto sosegado. Copiaba con laboriosidad incesante y las respuestas que daba a las preguntas y requerimientos del empleador empezaban siempre con “preferiría”. La expresión del copista era melancólica y se negaba a decir quién era, de dónde venía, o si tenía parientes en el mundo. Un día dijo: “La esperanza en el mundo ha muerto para mí”[7].
  La historia de Moby Dick también comienza con una historia verídica, narrada en 1839 por el J. N. Reynold en la revista norteamericana Knickerbocker, la de Mocha Dick, una ballena albina que destruye un ballenero frente a las costas chilenas. Aunque por supuesto, las fuentes de Moby son incontables. Melville trabaja su ballena con seriedad. Como todas las novelas marítimas de su primer lustro, tiene una apariencia realista. Melville trabaja los lenguajes, los conoce, los fusiona; el isabelino se mezcla con la jerga ballenera. Por momentos, suspende la acción para introducir parlamentos políticos, o búsquedas semánticas o de técnica literaria. El escritor interrumpe al narrador. “El estilo desconcierta, parece periodismo”, dice Lawrence, y remata: “Nunca nos da tregua el asno solemne, ni aún en los momentos de humorismo”. Y no la da, hay que enzarzarse en él, soportar las heridas, los cambios de ambiente, la fealdad y el cansancio para apreciar estas especies originales de arbustos, al costado del camino principal.
  Aún así, desde Typee hasta Moby Dick hay todavía cierta intención de engaño y disimulo, una apariencia de novelas de aventuras, con variedad de hechos e informaciones, al estilo de los Readers de la época. Quizás desanimado por el fracaso en la recepción de Moby, Melville se hace más explícito durante los cinco años siguientes, y luego abandona la novelística durante 33 años, hasta que en 1891, año de su muerte a los 72 años, escribe Billy Bud. Pero ese fracaso ya estaba en germen.
  Un año después de la ballena, en Pierre narra las visicitudes de un hombre virtuoso, un escritor que confunde las designaciones de las mujeres que lo rodean, madre, novia y hermana, y actúa en consecuencia. La culminación del incesto es el aislamiento y el suicidio del protagonista. Libro dentro del libro, Pierre afirma una metanarrativa y la discute con el lector. Allí se lamenta de las novelas comunes que tejen sus misterios para luego resolverlos, mientras que las más profundas se construyen sin develar sus propias intrincaciones, sin elaborar un final, sino secuelas que no puedan anticiparse; “decepcionantes como tocones mutilados”.
  La realización de este programa estético ocurre con The confidence man, his masquerade, traducido como El embaucador, aunque yo prefiero llamarlo, por ahora, El hombre confiable. Quizás este engañador sea el propio escritor, como función. En todo caso, es llamativo el cambio del tono magnífico de Moby Dick a este otro de palabrerío babélico, jerigonza de personajes que hablan para concitar la atención de un público indolente, situados en un barco brumoso que atraviesa el Mississippi, de San Luis a Nueva Orleáns.
  Se le ha criticado a Melville la incoherencia del relato, la dificultad de identificar a los personajes, la falta de verosimilitud. Pero lo más impresionante es que la narración no avanza; casi no hay trama, lo que se aprecia en el último párrafo del libro, de cuatrocientas páginas: “Esta mascarada podría continuar”; el autor, como el narrador, podría continuar. Prefiere no hacerlo, pero no dejará la literatura, sino que irá en busca de un terreno más verdadero, la poesía[8].
  Y nos deja, embarcados en el Fidéle donde vemos que “aparece repentinamente, como Manco Cápac en el Titicaca, un hombre vestido con un traje color crema”. Lleva escrito “La caridad no cree en la maldad”. Tiene el aspecto de la inocencia, por lo que es golpeado por una multitud que representa a la humanidad surgida de la revolución francesa; todas las razas e idiomas presentes en el cosmopolitismo multitudinario del oeste norteamericano. Sociedad de la pasión moderada, es aquella “democracia en América” que Tocqueville veía ya fuera de la naturaleza, tratando “de satisfacer las necesidades sin esfuerzos y casi sin gastos. Estos objetos, pequeños, acaban por ocultarle al alma el resto del mundo y vienen a colocarse entre ella y la divinidad. (…) un materialismo que no corrompe las almas, pero la ablanda y concluye por destemplar todos sus resortes”[9] Y agrega: “En la confusión de todas las clases, cada uno parece lo que no es, y hace para conseguirlo grandes esfuerzos (…), y así como la hipocresía de la virtud ha existido en todos los tiempos, la del lujo pertenece más particularmente a los tiempos democráticos”[10].
  “Todos los objetos visibles no son más que máscaras”, señala Carlyle en su Sartor Resartus. Carlyle enfrenta al héroe contra la masa democrática. Melville la enfrenta al estafador, quien porta carteles a la medida de su agravio: “la caridad sufre mucho y es bondadosa”;  “la caridad tiene fe en todas las cosas”; “la caridad nunca desfallece”. El estafador se muestra mudo. Luego, vendrán “un negro tullido que agita una pandereta, un excelente caballero de traje negro, y un caballero de traje gris y corbata blanca, y un caballero con un libro muy grande, y un caballero vestido a la usanza del oeste, y un caballero con una cadena dorada”. No se preocupa por la descripción minuciosa ni por la coherencia. En el capítulo XIV: “importancia de la consideración de aquellos a los que se les puede conceder una importancia considerable”, discute con el lector del libro, que pediría a cualquier escritor de ficción, verosimilitud en sus personajes. Pero la ficción, sostiene el autor, se basa en hechos de la naturaleza, y ella lo deja perplejo, como debiera dejarlo al lector. Y despotrica entonces contra los autores desenredantes de las complicaciones, hasta que logran “El entendimiento de escolares señoritas”. Es la misma indignación de Pierre el escritor.
  Con tal sentimiento, si lo presumimos auténtico, el relato debe dejado por el autor cada vez más en boca del personaje, en la primera parte del libro llamado “El embaucador”, y en la segunda, “El cosmopolita”. Quien se presentara mudo, toma la palabra, la multiplica y la vacía de contenido. Sucesivamente pide y obtiene atención, confianza y dinero. Toma la forma de los ideales sociales; pastor religioso, médico homeópata, filósofo, comerciante honesto. La sucesión de personajes, de fisonomías sobre un escenario impreciso, lleva a la imaginación de una escena teatral fija, con actores hombres que representan sus papeles a través de sus máscaras. Claro que Melville dice que la imaginación es un recurso para mentes simples. Él es realista, un platónico empeñado o despeñado en una dialéctica descendente.
  Tragedia de escritor que es dominado por su verborrágico personaje, debe abandonar el campo de las palabras-simulacro. Es la posición escéptica. Bartleby no hace otra cosa. Pero muchos de sus personajes de Melville también compartieron una situación opuesta a los juegos idiomáticos del cosmopolita. Y cuando Melville vuelve de su silencio de novela, lo hace de la mano de Billy Bud, el marinero tartamudo, la última de una serie de subjetividades inefables para sí mismas.
  Creo útil poner en tensión dos novelas de Melville, la inicial y la final, separadas por treinta y cuatro años. Ciertamente, los límites que nos habíamos propuesto, han pasado por la primera y la última editadas en vida, ahora nos extenderemos hasta Billy[11], con la finalidad de saber qué cambios o qué constantes han ocurrido. Su novela póstuma es consecuencia de la aparición de un público para su obra, los prerrafaelistas ingleses, admiradores del simbolismo, quienes rescatan a Withman, Thoreau y Melville. Quizás esto explique que partiera para hacer su obra desde el lugar en el que la comenzó: el relato de aventuras en altamar. Y vuelve también a la explicitación de la fuente real, y a las discusiones, pero no sobre técnica literaria, sino sobre aspectos de la revolución francesa. Esto demuestra que la escritura como la practicaba, como arbusto, no era defecto sino elección. Leamos
  Typee, obra bien recibida por un público ávido de aventuras exóticas y primer gran engaño de Melville, narra una estadía suya de tres meses acompañado por amables caníbales en las islas Marquesas, adonde llega huyendo de la civilización: del matrimonio, del dinero y sus abogados, con quienes tendrá una relación conflictiva toda su vida, y también de los tripulantes del ballenero en el que protagonizó uno de sus varios y afortunados motines.
  La vida isleña le resulta un sueño, siesta permanente y voluptuosa, “felicidad que Rousseau contó alguna vez: la de la complacencia de la existencia física”. Pero la gastronomía salvaje lo indigesta, lo enferma. No comulga con el sacramento caníbal. Huye de la felicidad y de las calaveras.
  Melville buscó ser un hombre sin rostro, buscó perderse en los elementos de una aurora azul que lentamente desaparecía. El Pacífico contiene sueños sin memoria, asubjetivos. D H Lawrence lo imagina como a un gran vacío, un fantasma alejado de la vida humana. “Nunca el hombre, instintivamente, ha odiado la vida humana más que Herman Melville. Y jamás un hombre fue a tal punto apasiondamente conmovido por el sentido de la inmensidad y el misterio no humano de la vida”. Melville odia al mundo, sí, en la correspondencia con Hawthorne confiesa su misantropía, pero busca el paraíso, el sentido. Entonces pergeña en su texto esa teología inversa según la cual la moral es un subterfugio de la dominación blanca, mientras que entre los nativos “predomina una libertad de conciencia ilimitada”. Cuán útiles serían estos salvajes como misioneros en América, pero no es posible pues como observará en Honolulu, “la población nativa ha sido civilizada conviertiéndolos en animales de tiro enjaezados al carro de sus instructores espirituales”,  literalmente.
  Por la vía negativa, ha reencontrado al hombre lobo blanco. Pero también lo reconoce en una calavera. Ese hallazgo lo desespera, lo enfurece, tanto como para clavar un bichero en la garganta de su amigo salvaje más querido. Desgracia de quien no puede comer al semejante que desprecia, que no puede dejar de ser. En realidad, el canibalismo materializaba una pérdida de subjetividad que ya se manifestó al penetrar en la isla. El cuerpo de Melville había enfermado inicialmente, y su pierna nunca pudo sanar, llaga pustulosa que empeoraba y lo iba descomponiendo. Muy enfermo, y bien lejos de la felicidad.
  Melville huye de la ley humana, se encamina hacia la realidad elemental, pero no la soporta, y al reencontrar al hombre, salvaje, intenta erigir una contramoral desesperada e impracticable. El resultado de esta suma teológica salvaje es la indecisión o el aplazamiento: la huida. Como otros personajes futuros, se esfuma.
  Un tercio de siglo después vemos aparecer a Billy Bud, un bello marinero, un soberbio negro que atrae todas miradas de las tribus que componen la  tripulación del ecuménico mercante “Derechos del hombre”. Pero el barco fraterno, “familia feliz”, es abordado por el bélico “Bellipotent” (el poder de la guerra), que recluta solamente al marinero. Billy Bud es descripto por momentos como un hombre solar, y en otros, como una estrella nocturna, esfera celestial.  No tiene origen, ni padre, ni puede, por lo tanto, comprender las duplicidades del lenguaje: el doble sentido o la sátira. Incluso no puede utilizar adecuadamente el lenguaje simple[12]: es tartamudo, salvo al cantar su propio canto. Tiene la nobleza de la naturaleza incontaminada de conocimiento. “Su cara carecía del aspecto intelectual (…), estaba iluminada desde dentro por la hoguera de su corazón”. Y con ella ingresa al Bellipotent, con una inocencia adánica que se encontrará con la oscuridad de la ley.
  Tanto Coleridge, cuya teoría del yo implicaba una concepción del alma como unidad suprema, luz interior, como Carlyle, que concebía al héroe como a una fuente de luz natural, están presentes aquí, pero su homenaje es también una clausura, pues el héroe es ineficaz y a menudo defectuoso. Ya en El hombre confiable, el último párrafo del estafador frente a un anciano, fue “Yo veo sin luz y le indicaré el camino. Permítame que apague esta lámpara”, y al hacerlo, oscurece el halo que rodeaba la cabeza del anciano de fe.  Y a renglón seguido el autor escribe las últimas palabras del texto: “Podría continuar”… Y continúa, treinta y cuatro años después. Continuemos pues.
  Billy, con la actitud y la obediencia de un animal, no tarda en ganar la confianza del capitán Vere. Cuando el lugarteniente, Claggart, movido por los celos, acuse falsamente a Billy de formar parte de un motín, la tragedia se precipita. Ya el bello marinero ha ingresado en la relación paterna, y la acusación, frente al capitán de la nave, produce el golpe que derriba y mata a Claggart. Vere promueve el juicio y ejecución de Billy. Cuando Billy es izado finalmente, profiere dos veces sus últimas palabras. “Dios bendiga al capitán”, y asciende hacia el sol del alba.
  Una de las claves de la obra se halla en la relación de necesidad que impone un padre sostenido por la terrible determinación de la ley. Billy ha concludo por aceptar y celebrarla[13]. Se ha hecho totalmente humano al aceptar al padre de la ley. Otro aspecto, correlativo, es la transmutación que sufre el marinero. Quizás en una dialéctica esta vez ascendente haya trocado su belleza sensible por otra imperecedera. Pero lo cierto es que había sido animal y cosmos en su aparición, un Hiperión marino, una fuerza natural pero que participa de lo humano mediante la armonía del tipo y de la raza, “soberbia figura, lanzada a lo alto, como por los cuernos de Taurus contra el cielo tormentoso”[14], luego hijo de hombre, y finalmente un cordero celeste. El devenir se presenta de variados modos en Melville; Ahab deviene ballena; Billy Bud, más que humano.
  Los cuerpos sufren anomalías, metamorfosis. Toda su literatura es testimonio de extrañas mutaciones. En la novela inicial, y en la póstuma, se narra el encuentro entre la civilización y la inocencia, desde una posición “adánica”, pero esa inocencia adviene con una falla genética.  El personaje arquetípico se encuentra fuera de la historia, de la cultura; desconoce su origen y no tiene propiedad sobre su idioma. Es una figura de inocencia heroica y solitaria que asume una genealogía artificial y llega a la redención mediante el sacrificio de la inocencia[15], vía regia hacia la trascendencia. Recordemos otra vez a Bartleby.
  Es claro que acatar la ley, la autoridad y el orden social, es contrario a la justicia y al derecho naturales. Es posible que en este testamento literario el personaje de Melville, que apenas ha sobrevivido como testigo de sus narraciones anteriores, entre la ambigüedad y la inconformidad, encuentra por fin un descanso en la forma. El individuo, solo, previo al socius, pasa de una cuasi disolución en la naturaleza, a otra en la ley general. Aunque vemos también dibujarse en Billy Bud una extraña sonrisa… Y dicen los que lo vieron que no advirtieron el movimiento espasmódico habitual del ahorcado; simplemente, su corazón cesó, y su cuerpo volvió al mundo natural de donde provino.
  Melville muere, muere lamentando el destino de una épica heroica que no halla lugar en una sociedad “dominada por los utilitaristas”. La libertad abssoluta que busca lo acerca más hacia el siglo XVI, a la Nueva Inglaterra que compartió con Hawthorne. Pero el del XIX es un mundo gobernado por la codicia y la hipocresía. En su último poema “La era de los Antoninos” Melville implora volver al pasado, a la Roma del segundo siglo, la de Marco Aurelio, jerárquica y esencial. Frente a ella, la sociedad americana muestra las  consecuencias de la mentira y el disimulo. En su último período, cercano a la muerte, Melville toma un forma estoica.
  Pero considerado en el conjunto de su obra, Melville rechaza su mundo, su existencia, excepción hecha de la ultramarina. Ese rechazo lo convierte en un máquina bélica contra el matrimonio, contra la crítica y el gusto populares, contra la sociedad económica de postguerra. Esta posición radical le da una trascendencia existencial a su literatura que nos recuerda, en Bartleby, a Kafka, y encanta a Deleuze. Pero por detrás de las fachadas Melville parece buscar un ser, y encontrar otros.  En una reseña sobre Hawthorne,  Melville[16] le adjunta un sentido “de depravación de cuya visita no puede librarse ningun mente profunda”. Como sabemos para los calvinistas, la única salvación proviene de una gracia expresada mediante signos, pero su rastro se pierde para Melville.
  “Todo es vanidad”, clama en Moby Dick; sólo el dolor es verdadero. El capitán Ahab fue tocado y determinado por él. En adelante, su motivo será la búsqueda de un ser y de un valor que no pueda medirse con la aritmética utilitarista. El dinero, símbolo de la racionalidad, medida del intercambio, se transforma irónicamente en un signo de lo absoluto. El doblón de oro que ofrece a la tripulación atrae su mirada “por las extrañas inscrpciones grabadas en él, como si se hubiese puesto a interpretar el significado que pudieran esconder. En todas las cosas está oculto siempre un significado”. (…)   Este globo de oro semejante a “la bola de cristal del mago refleja ante cada hombre su propio yo misterioso. Ínfimo provecho para quienes piden al mundo que le dé la explicación de todo, cuando el mundo no puede explicarse a sí mismo”.
  El conocimiento del mundo se manifiesta como paradoja. En “la cofa” del Pequod el filósofo contempla el mar, “cada cosa extraña vislumbrada, cada aleta incierta que pueblan el espíritu deslizándose a través de él”, pero basta que el marinero trastabille “para que la identidad regrese, aterrorizada”. Y advierte, “¡Cuidado, panteístas!”[17]. Melville resuelve así la aporía de Thoreau. La búsqueda del conocimiento inmediato destruye al pensador. Es la verdad de Narciso: la imagen no es el reflejo del self sino la corporización del pensamiento, el fantasma en el mar de las formas[18].
  En su polémica con Fichte,  Friedrich Jacobi  atacó aquel subjetivismo que, según él, llevaba al nihilismo: “este mundo de los fenómenos llega a ser para mí un desagradable fantasma”, afirma con repugnancia[19].
  “Yo miro, tú miras, él mira, nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran”, el comentario de Pip, el marinero, ilustra una multiplicación significante de miradas, de fragmentos sin jerarquía. La interpretación es perspectiva, pero Ahab debe anular la variedad pronominal por su monomaníaca necesidad de encuentro con la naturaleza del mal. La idea moral se enfrenta con la multiplicidad natural. Ahab la reuelve encuentrando en ella la unicidad del mal. Moby Dick, el relato, tiene el tono obsesivo de Ahab, con sus disquisiciones, su inquietud creciente, y la postergación del encuentro de la ballena.
  Pero su aparición es epifánica, serena alegría, armonía y seducción. Es el “fantasma gigantesco, como una colina de nieve en el aire”.  El fantasma, la fantasía, es la única vía de escape para superar las inconciliables realidades de estos individuos singulares enfrentados tanto a un orden social  como a una naturaleza brutal y directa, incognoscible e indiferente a la ética. Curiosa deriva de un estilo de escritura que comienza documentado y realista, y culmina en un movimiento signado por los mitos y las alegorías, único lugar en donde los personajes pueden hallar su sentido y determinación.  Su reino no era de este mundo.
  Los puentes felices de Emerson entre el yo y la naturaleza diseñados por Emerson, Thoreau, Withman, quedan abiertos, expuestos en su destrucción. Pierre concluirá, un año después: “Apenas decís Yo, un dios, una naturaleza, saltáis de un taburete y os colgáis de una viga”. Y respecto del mundo, “No es nada más que superficies superpuestas. Con grandes afanes horadamos la pirámide, con júbilo espiamos el sarcófago, pero levantamos la tapa, ¡y allí no hay ningún cuerpo!. El alma de un hombre es un vacío aterrador”. Ahab es otro cuerpo, otro yo que desaparece. Como dijo Starbuch de él, su punto de apoyo estaba desfondado, como el de los trascendentalistas.
  Emerson, en El trascendentalista, distingue a los materialistas y a los idealistas. El materialista se sitúa en el hecho, en la historia; el idealista, en la voluntad y la inspiración. Pero esta última inteligencia, advierte, puede tornarse solitaria y crítica. Es el ideal romántico del individuo contra la forma masiva. Este contrapunto se aprecia en un diálogo: “El mundo les dice: -¿Cuál es vuestro trabajo?, y éstos dicen: -No lo tenemos. -¿Qué haréis entonces?, pregunta el mundo. –Esperaremos. -¿Cuánto tiempo?. –Hasta que el universo nos haga una seña y nos llame a trabajar. –Pero mientras esperáis os volveréis viejos e inútiles. –Que así sea. Podemos sentarnos en un rincón y perecer pero no nos moveremos hasta recibir una orden superior”. Y más adelante dirá: “La sociedad tiene deberes para con esta clase que se da cuenta de que el trabajo rutinario no sirve y debe contemplarlo con toda la caridad posible y encontrar para él un lugar en la estructura social”. El crítico se fundirá en otra arcilla, se unirá finalmente en una naturaleza común y más dotada, se esperanza Emerson.
  La materialidad que rodea a Bartleby comienza por un nombre, Wall Street, y culmina en un encierro y muerte en la cárcel. “El mejor lugar para el hombre justo es la cárcel”, afirma Thoreau. Bartleby cae al fondo de ese barril con su silencio. No da testimonio, ni tampoco prefiere no hacerlo. Simplemente se sumerge en un sueño. Ni siquiera potencia de lo falso, solamente un hombre, no parece afirmar a ningún otro dentro suyo[20].
  El análisis del cuento en Deleuze y en Agamben[21] parte de su fórmula I prefer not to (en lugar de la más coloquial I would prefer not to)[22].   No es, como el tartamudeo, un procedimiento con el lenguaje, una estrategia. Es una fórmula en tanto su lugar está fuera del lenguaje, un soplo único, inarticulado irremisible; es una respiración, una intimidad física, puro acontecer de un cuerpo hipocondríaco, catatónico. Me recuerda el cuerpo sin órganos de Perlongher, cuerpo de funcionamiento inadecuado[23].
  La frase, afirma Deleuze, funciona como una fórmula agramatical. Tiene una contrucción normal, admite, pero suena como una anomalía. En Mil mesetas imagina una filología según la cual la palabra anomal “tiene un origen muy diferente de anormal”, pues designa lo desterritorializado, la posición de un individuo excepcional (Moby Dick, en Mil Mesetas; quizás el “Squid”, el calamar, en Clínica y Crítica)[24]. Pero a despecho de la poiesis, anomal y anormal tienen el mismo origen, y esto es tan cierto como que la fórmula es gramaticalmente correcta.
  El problema no es la gramática sino la pragmática. Bartleby suspende toda acción, toda negociación. El pragmatismo es una filosofìa del socius, y Bartleby no lo considera, ni tampoco al capital-dinero[25]. El narrador, y a la vez escritor imagina que puede “adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de ampararlo”, mientras atesorará en su conciencia un dulce bocado. Claro que hacerlo debe implicar una transacción, un reconocimiento. Y Bartleby se queda en silencio. Su fórmula desactiva todos los actos de habla, toda ilocución y toda perlocución, desafecta al lenguaje de las acciones pragmáticas de los enunciatarios (-“Le dije lo que debía hacer, examinar un breve escrito”) y de los efectos persuasivos en sus destinatarios. Las palabras quedan entonces sueltas, asubjetivas, pero también separadas de las cosas, de los actos. Dislocadas. Por eso dice Deleuze que la fórmula funciona agramaticalmente.
  Pero el problema es la intersubjetividad. El abogado es un hombre caritativo, y muy preocupado por su reputación. Es conciente de su conflicto entre su inclinación por Bartleby y sus deberes como burgués y como piadoso. Al fin y al cabo él también está solo, y piensa “nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí”. Y decide alojarlo en su oficina. Pero las murmuraciones lo deciden a la separación. No se anima a expulsarlo, sino que muda toda su oficina dejándolo en la anterior. Bartleby es un hombre persistente; su presencia terminará ocupando todo el edificio en el que lo han dejado. Sus moradores se dirigen al narrador: “-Usted es responsable por el hombre que ha dejado allí”. Era verdad, era el responsable absoluto de una alteridad absoluta, aún cuando no la comprendiera. Porque lo que ha dejado allí es una existencia.
  Y eso es algo que el abogado no ha llegado a desentrañar, porque entiende la responsabilidad en un sentido legal. Como prevé el escándalo, se dirige a Bartleby. Pero el encuentro es muy intenso, lo que lo lleva a ofrecerle alojarlo en su domicilio y un trabajo. Bartleby esta vez rehusa –“No me gustaría ser un vendedor” (…) “Me gusta estar fijo en un sitio (…) por el momento preferiría no hacer ningún cambio” (se refiere a permanecer en la misma oficina), y con ello afirma por única vez un querer y un no querer. Son las últimas palabras que pronunciará. Las últimas palabras en Melville suelen ser importantes. Por un instante, una relación, una solicitud pareció posible. Es un momento conmovedor. Y entonces el abogado huye, pues siente que ha hecho todo lo posible. Al final del texto dirá, en un lamento que nos incluye: “Oh, Bartleby, Oh, humanidad”.
  Debiéramos concluir aquí, en respetuoso silencio. Pero encontramos que Deleuze afirma que Bartleby es nuestro nuevo Cristo, nuestro hermano en todos. Deleuze le da un valor afirmativo, es el médico de una América enferma, el inventor de una lógica de la preferencia, aunque estrictamente debiéramos decir de la no preferencia.
  Deleuze se apoya en la evidencia cierta de que Melville desestructura o lleva a la aporía la relación filial en toda su obra, cuestiona a la filiación edípica. Pero también la fraternidad, la hermandad putativa, es difícil de afirmar en Melville; sólo Ismael y Queequeg, aunque Ismael lo abandona finalmente, puedan realizarla parcialmente. Todo lazo social melvilleano termina en desencuentro, en recuerdo de lo irremediable, o simplemente en una suspensión de la acción. Los personajes suelen ser solitarios excepcionales, o sus cronistas; los primeros a veces con dificultades de habla, los segundos a veces con dificultades de escritura, como sucede con el abogado; en ambos casos, inengendrados. El solitario inengendrado es una figura de Deleuze y sí parece adecuada para describir a Bartleby. Pero es difícil construir el programa político que Deleuze pretende a partir de Bartleby, la enunciación colectiva a partir de una desesperanza  tan radical.
  Un acontecimiento fortuito ocurrido luego del deceso de Bartleby, quizás podría hacernos imaginar la naturaleza de su lógica de la no preferencia. Al abogado le ha llegado el rumor de que se había desempeñado en la oficina de “Cartas muertas” del correo. Allí habría comprendido que no hay correspondencia entre los deseos enunciados o los actos y sus consecuencias. Por sucesos contingentes y desconocidos, el billete que contenía la carta no ha llegado al hambriento ni el perdón al condenado, ni siquiera ha sucedido una esperanza para los que murieron sin consuelo. La letra está muerta, la vida pierde su sentido. ¿Cómo lograr que algo sea posible, y preferible a otra cosa?. Sólo por intervención de una voluntad, pero la Divina es oscura.
  La radicalidad de la fórmula, ha destruido la relación entre la voluntad, o el querer, y la posibilidad, o la potencia. La vida ha sido posible sin que alguien la quisiera.
  Algo más podría continuar, en esta mascarada. Pero yo no escribo más, Melville.
  *  Alfredo Siedl, octubre 2007, La página de Tomas Abraham, El seminario de los jueves.

Notas:

[1] Cita de D H Lawrence; en: Deleuze: Mil mesetas, Valencia, Pre-textos, 2002, pág. 190.
[2] Lawrence, D H: Estudios sobre la literatura clásica norteamericana, cap “Herman Melville o el retorno imposible”Bs As, Emecé.
[3] Concebida como orgánica, en equilibrio y animación constante en Schelling.
[4] “En la naturaleza existe una unidad paralela que armoniza con la unidad de la mente y la hace alcanzable. Esta mente metodizadora no encuentra resistencia a sus esfuerzos. Los bloques dispersos, con los que trata de formar una estructura simétrica, encajan entre sí. Este diseño posterior descubre con alegría que hubo antes un diseño análogo. No sólo el hombre pone las cosas en fila, sino que las cosas corresponden a la fila”; Emerson: Trabajos, XII; citado en Feidelson:El simbolismo y la literatura norteamericana, pág. 157
[5] Feidelson, Charles: El simbolismo y la literatura norteamericana, Buenos Aires, Ed. Nova, 1976, pág. 156.
[6] Thoreau: Escritos, X, pág. 291
[7] Berman, citado por Rolando Costa Picazo, en su Curso de literatura norteamericana, UBA, 2007.
[8] “La poesía es lo real verdaderamente absoluto” Novalis.
[9] Tocqueville, Alexis, La democracia en América, México, FCE, 2000; tomo II,  cap. XI “Los singulares efectos que produce el amor a los goces materiales en las épocas democráticas”, pág. 491.
[10] Ibid, pág. 427.
[11] Recién editada en 1924, a partir del esfuerzo del crítico John Middleton Murry, marido de Katheine Mansfield
[12] Varios personajes de Melville tienen anomalías lingüísticas, o lenguas propias; así, por ejemplo, el marinero Jarl, de Omoo, habla la “lengua franca del castillo de proa”, que es un no-idioma porque comprende todos los sentidos.
[13] Cf. Mathiessen, F.O.: EL renacimiento americano, pág. 514
[14] Melville:  Billy Bud, cap I.
[15] Cf. Lewis: El Adán americano
[16] Melville, H.: “Por un hombre de Virginia que pasa julio en Vermont”, crítica de “Vieja casa del pastor” de Hawthorne.
[17]Podríamos decir que, literalmente, manda a los trascendentalistas a la cofa, es decir, a la punta del mástil, es decir, al lugar de la visión máxima, pues ya advirtió lo que ha de sucederles.
[18] Parece un comentario al Schelling de Filosofìa de la mitología, un estudio de las mitologías orientales, como estaba en boga en el segundo romanticismo, pero que para el autor definen también una ampliación de la conciencia. De todos modos, Melville pudo haber tomado el tema de Coleridge.
[19] D’Angelo, P.: La estética del romanticismo; Madrid, La balsa de la Medusa-Visor,1999, hace referencia a un “nihilismo romántico en el que “halla expresión la insensatez pura del mundo”, y lo encuentra en La historia del señor Willliam Lovell de Tieck y en Titán de Jean Paul.
[20] Un hombre justo siempre es una mayoría en sí mismo, afirma Thoreau.
[21] Preferiría no hacerlo; Bartleby, seguido de tres ensayos de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José L. Pardo; Valencia, Pre-textos, 2001
[22] Agamben dice que Bartleby renuncia al condicional para eliminar todo residuo del verbo querer.
[23] Perlongher: “Las formas del éxtasis”; Curso del Colegio Argentino de Filosofía, Buenos Aires, 1991
[24] Deleuze, G.: Mil mesetas, Valencia, Pre-textos, 2002, pág. 249.
[25] Cf Abraham, Tomás: Pensadores bajos, cap. “Deleuze, de una lógica del sentido a una lógica del deseo”, Bs As, Catálogos, 1987, pág. 133.

 

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